lunes, 24 de diciembre de 2007

El cineasta Ermanno Olmi presenta una metáfora sobre Cristo

Recientemente ha tenido lugar el I Congreso Internacional de Teología y Cine, organizado por la Facultad de Teología de Barcelona. La estrella del Congreso fue el famoso cineasta italiano Ermanno Olmi, autor de El árbol de los zuecos y de La leyenda del Santo bebedor. Allí presentó su último film, Centochiodi, una metáfora sobre Cristo. El realizador Xavier Juncosa le hizo una entrevista para un documental de Némesi Film, a la que también asistió Alfa y Omega. Ofrecemos algunos extractos:

Su cine parece ir contracorriente. ¿A qué se debe?

Si para el cuerpo humano y su alimentación es importante la particularidad del lugar físico del que extrae sus alimentos, del mismo modo, al hablar del desarrollo de la personalidad individual, y, por tanto, del carácter distintivo de cada persona, podríamos hablar de la alimentación espiritual y cultural. Está claro que el lugar en el que hemos nacido y vivido tiene unos rasgos particulares y característicos que nos configuran y nos salvan de la homologación de la que advertía Pasolini. Nosotros debemos alimentarnos de culturas que tengan un carácter distintivo respecto a otras. Sólo así puede tener lugar el diálogo, porque, si estamos homologados, ¿sobre qué podemos hablar?

Su última película, Centochiodi, ¿trata de Cristo? ¿Se parece a la de Pasolini?

Pasolini, después de su primera o segunda película, tuvo la ocasión de participar en una reunión en Asís con otra gente del mundo cinematográfico. Estaba el Superior del convento, que amaba el cine, y había reunido a estas personas para debatir sobre el valor del Séptimo Arte. Pasolini acudió, y pasando la noche en Asís, en aquella atmósfera monástica de la celda, encontró en la mesilla de noche la Biblia y el Nuevo Testamento, y antes de dormirse, los estuvo ojeando, y quién sabe si empujado por aquel ambiente y el espíritu de san Francisco, al día siguiente, decidió hacer El Evangelio según San Mateo. Y lo hizo. Todos lo apreciamos e, inmediatamente, reconocimos cómo, en la iconografía cinematográfica de Cristo, en general, aquella era la obra más ajustada a la figura de Jesús.

Yo, con mi último film, Centochiodi, he hecho una película no para representar a Cristo, sino para remitir a la imagen de Cristo a través de otro hombre, un hombre común, porque creo que Cristo no puede ser representado en el cine. Lo que yo hago es contar la historia de un hombre que se asemeja mucho a Cristo, pero que no es Cristo. Viéndole, oyéndole, recordamos a Cristo, sentimos sus huellas. Pero somos nosotros losque interpretamos que es Cristo, teniendo ante nosotros un interlocutor que sabe perfectamente que no lo es.

¿En qué sentido se siente usted heredero del neorrealismo?

Cuando en 1959 estrené mi primer largometraje, Il tempo si é fermato, se escribió sobre su vinculación con el neorrealismo. El neorrealismo nace de una condición impuesta por la pobreza. La pobreza es maestra de vida, porque te impone la esencialidad. Pasolini se declaró entusiasta de mi película, porque los lugares, las personas..., pertenecían realmente al ambiente de la historia que yo estaba contando. Esto es algo que sólo puede hacer el cine. Esas personas -que no eran actores- interpretaban ese tipo de humanidad porque ellas eran esa humanidad. Esto no lo puede hacer el teatro: establecer una relación estrecha entre aquellos que, sobre el escenario del mundo, tienen algo que contar. Es como los ingredientes genuinos de una buena cocina. El director sólo debe dar unas indicaciones sumarias, y el actor no profesional, espontáneamente, resolverá la situación. Aquellos jóvenes que no eran actores profesionales y que aspiraban a encontrar un puesto de trabajo, llevaban su espera dentro del alma, con un sabor escondido que se volvía evidente en sus miradas en el momento en que les encuadrabas con la cámara. ¿Por qué no usar esta posibilidad del cine?

Eso se ve claramente en El árbol de los zuecos

Muchas de las críticas que se hicieron a esa película venían del mundo de los intelectuales de profesión. Para los intelectuales italianos de entonces, mi película era claramente católica, como intención de dar un límite reductivo a la vida campesina. Un crítico inglés escribió, por el contrario, que la película era claramente comunista. Es una muestra de la confusión mental de los intelectuales de profesión. ¿Qué sabía Alberto Moravia del mundo de los campesinos? No se trata de hacer una aproximación turística, sino de participar de esa realidad, con los sufrimientos y las alegrías que esa realidad contiene. La confusión mental de los intelectuales es que hablan de todo, aunque conocen muy poco. Saben muchas cosas, pero no han vivido nada; saben todo, pero sólo eso. En aquel tiempo yo me mortifiqué mucho con esos intelectuales. Ahora no me importan nada. Ya sólo me debo a mi conciencia, y desde ella busco rodar con honradez. Sólo me preocupa eso.

¿Qué pretendió con El oficio de las armas ?

El oficio de las armas -como La leyenda del Santo bebedor - no es un film directamente referido a una realidad concreta. Es más bien un cuento ejemplar, un poco como una parábola al estilo del Evangelio. En las parábolas evangélicas se habla de una realidad contemporánea a Cristo, pero extraña en su significado, sólo en la superficie es real, y su objetivo no es representar la realidad sino presentar un pensamiento espiritual, que, eso sí, encuentra su forma expresiva en la realidad. Cuando hice El oficio de las armas, el argumento era que el capitán Giovanni de Medicis, dándose cuenta de la brutalidad del arma de fuego, ordena no usar más ese arma terrible contra el hombre. Así, aquella bala de plomo que hirió al joven Medicis desde un pequeño cañón, provoca un estupor, una reacción humana en los que viven del oficio de las armas. Esta parábola nos trae al momento presente: ¿qué sucede con la bomba atómica, con las armas biológicas...? El film habla de la peligrosidad de nuestros gestos. Para hablar de esto he contado esta historia lejana en el tiempo, para representar un valor, o en este caso, un contravalor de nuestra sociedad.

¿Y La leyenda del Santo bebedor ?

La leyenda del Santo bebedor no es un film sobre apariciones. Es un film sobre el cristianismo. ¿Y cuál es la síntesis del cristianismo? El perdón es la esencialidad del cristianismo. La diferencia entre la religión judía, que impone el ojo por ojo, y Cristo es el perdón. El perdón es la vía de la salvación. El perdón, que a veces puede convertirse en algo heróico. El perdón es un acto de generosidad en la confrontación entre dos personas. Entre el que perdona y el perdonado, el que más gana es el perdonante. No es un film que se refiere a Cristo, ni siquiera a la pequeña Teresa de Liseaux, sino al perdón. Porque en la escena final, cuando el bebedor no es capaz de devolver el dinero porque siempre se lo gasta en beber con los amigos, y aparece la pequeña muchacha en aquel bar, el Paradox, él le dice: «Perdóname», y ella le responde: «Tú no me debes nada. No te tengo que perdonar nada». El personaje ha sido perdonado, no le debe nada, pero ¿por qué? Porque ha gastado el dinero para sus amigos.

¿Por qué su película-testamento (Centochiodi) tiene que evocar la figura de Cristo?

Siempre he estado conmovido por la figura de Cristo, al que siento junto a mí, un poco a mis espaldas. He comenzado a convivir con esta Presencia, y la gran diferencia es que antes le sentía como si me interrogara para juzgarme, pero ahora siento que me interrogaba para perdonarme. Y puedo decirte que todavía me conmuevo [ Olmi se echa a llorar ]. Cristo es como el maestro de escuela que pregunta al último de la clase, al que nadie pregunta nunca porque sabemos que no va responder. Yo siempre fui el último de la clase, y en la vida también me he sentido el último de la clase.

Transcrito y
traducido por Juan Orellana

Háblenos de la Escuela de Cine Hipótesis. En 2004, el Papa le entregó la Medalla del Pontificado a esa Escuela que fundó usted hace más de veinte años. La Escuela se creó como respuesta a los jóvenes que le pedían participar en el rodaje de sus películas...

Más que una escuela de cine, era una escuela de vida. La escuela oficial me aburría porque no contenía nada de la vida ni respondía a mis preguntas. Cristo hizo una escuela, pero no tenía horarios ni asignaturas. La escuela que yo hice buscaba favorecer lo más posible el diálogo entre las personas, porque juntos se planteaban las preguntas y se buscaban las respuestas. Normalmente, se enseña lo que ya está configurado en un absoluto categórico, se enseña algo ya sabido. Por el contrario, nosotros cambiábamos continuamente cuando nos interrogábamos sobre las cosas. Una vez, me preguntó un periodista sobre la Escuela, y yo le respondí con otra pregunta: «¿Qué es lo que cree usted que está en el centro de nuestra escuela?» Él dijo: «No sé, ¿la cámara de cine?»; yo respondí: «No, la cocina». Porque teníamos como prioridad en nuestro aprendizaje mantener viva la pregunta de por qué hacíamos Hipótesis. Y yo puse en marcha Hipótesis porque quería encontrarme con amigos con los que confrontarme, con los que poner sobre la mesa -la cocina- nuestras preguntas y buscar las respuestas. Yo aprendo mucho de las preguntas que se hacen los alumnos, más que ellos de mi experiencia.

Usted ha vivido una penosísima enfermedad. ¿Cómo la vivió desde la fe?

Vengo de una zona donde tradicionalmente, desde el siglo XIX, ha vivido un pueblo de campesinos de profunda fe, la comarca bergamasca, que se la conocía como la bandera italiana. Allí había cristianos católicos de gran fe. Yo provengo de este mundo. De pequeño, creía en un Jesús niño, con esa espiritualidad encarnada que venía del mundo campesino, donde la presencia de Dios en la tierra estaba representada por todo lo que, de algún modo, constituía para aquel mundo un milagro. Es más, la semilla que producía un fruto para aquellos campesinos era un milagro, porque no conocían las leyes naturales de la botánica, y por ello enterrar una pequeña semilla y que saliera un árbol era un milagro. Aquel milagro era vivido como don de Dios y no era objeto de discusión. Con el tiempo, nuestra sociedad ha modificado esta relación, y ahora ya no se encuentra a Dios en este milagro. Nuestra sociedad tiene explicaciones para todo, hasta el punto que ya no encontramos sitio para Dios.

Cuando me encontré sobre el lecho del dolor, experimenté un sufrimiento que te aseguro que era insoportable. Al menos durante dos meses, sólo conseguía dormir 3 o 4 segundos al día. Los médicos decían que, si no moría por la enfermedad, moriría por no dormir. Una vez le dije a un amigo: «Yo no miro hacia Dios, miro a mi mujer que está siempre junto a mí. Y creo que Dios me entiende, y está de acuerdo conmigo. Cuando pido ayuda a Dios, pido ayuda a mi mujer». Tan cierto es esto que, poco tiempo después, en un momento de verdadera desesperación, le dije a mi mujer: «Mira, prefiero morir antes que vivir así». Y ella me dijo: «Pero si tú mueres ¿qué haré yo?» ¿Qué respuesta podía darme Dios mejor que ésta? Esto no quiere decir negar a Dios, sino que Dios quiere esto. Tengo 76 años, sé que el momento de la muerte se avecina. Yo ahora no tengo miedo. Estoy seguro de que ese momento será como un segundo, un segundo que durará una eternidad. Podría imaginarme que veo aparecer transparente entre la materia un rostro como el que la iconografía representa al Padre eterno, y mirándome para interrogarme, yo no recitaré ninguna oración, sino que le daré un elenco del nombre de mis amigos.

Fuente: http://www.alfayomega.es/revista/571/14_reportaje1.html