sábado, 3 de febrero de 2007

El Apocalipsis según Mel Gibson

Cualquier obra de arte, junto a los méritos intrínsecamente estéticos, ha de reunir un componente emocional y cognoscitivo; ser estimulante, pues. Por ejemplo, del cine has de salir eufórico, cabreado, llorando de ira y dolor o profundamente enamorado.


Las películas son, deben ser, la adrenalina del pueblo. Sólo lo consiguen aquellos realizadores que llevan el cine en las venas: hoy, los hermanos Dardenne, David Cronenberg, Eric Rohmer, Brian de Palma, Hong Sang-soo, Clint Eastwood o, aproximándose a ellos a pasos agigantados, Mel Gibson. A éste el virus cinematográfico le corre por la sangre mezclado y agitado con dosis considerables de alcohol, catolicismo visceral, individualismo ontológico y fatalismo atormentado. Un romántico como la copa de un pino.

"Una civilización no es conquistada desde fuera hasta que se destruye ella misma desde dentro". Esta cita del historiador y filósofo W. Durant ilustra el frontispicio con que comienza lo último de Gibson, Apocalypto, una trepidante película de acción ambientada en el mundo maya (los actores hablan, asimismo, en maya), justo cuando los españoles comenzaron a llegar a las costas de lo que iba a ser el Nuevo Mundo.

La película se abre con unas piernas que corren, una mariposa que vuela y un tapir que huye por la jungla, perseguido por unos hombres que lo acosan hasta conducirlo a una trampa mortal. La caza finaliza con un divertido reparto de las vísceras del animal, que serán devoradas estando aún calientes, en una fenomenal broma.

Los mayas protagonistas de la cacería, habitantes de una aldea relativamente roussoniana, serán inmediatamente víctimas de unos depredadores aún mayores: los habitantes, asimismo mayas, de una ciudad-estado, que los asaltan y convierten en prisioneros para, posteriormente, venderlos como esclavos (a ellas) o sacrificarlos (a ellos) a la mayor gloria de sus dioses, sedientos de sangre humana. El protagonista, Garra de Jaguar (Rudy Youngblood), hará todo lo posible para escapar de la muerte y volver a su aldea, en la que dejó escondidos a su mujer y a su hijo.

Esta es la cuarta película de Gibson, tras El hombre sin rostro, Braveheart y La pasión de Cristo. El eje vertebrador de la historia es el mismo: un hombre con principios habrá de luchar para imponerlos en un entorno violento y traidor. Tras el intimismo no exento de aristas de El hombre sin rostro, una gran opera prima, Gibson se deslizó hacia historias "más grandes que la vida", monumentos a la heroicidad y el sufrimiento que reivindicaban sin vergüenza la épica y el lirismo en unos tiempos dominados por el cinismo y la pequeñez. Y, frente al gusto imperante del fariseísmo de la nueva sentimentalidad, presentaba descarnadamente el rostro de la violencia sin ningún velo de pudor, con la inocencia de Homero o el Antiguo Testamento.

Pauline Kael era una fan de las películas de acción violenta, como la Perros de paja de Peckimpah, de la que sin embargo dijo era la "primera obra de arte fascista americana". Su heredero en The New Yorker, Anthony Lane, ha etiquetado Apocalypto como "obra de arte patológica", si bien le ha reconocido una velocidad de pantera. Menos mal.

La mayor parte de la crítica, dominada por el ambiente de la corrección política, se ha apresurado a rasgarse los vestiduras porque Gibson ha mostrado los corazones palpitantes de los sacrificios humanos, ha rodado en cámara subjetiva la caída de una cabeza por los escalones de la pirámide o se ha atrevido a hacer un primer plano de la mordedura de una pantera negra en el rostro de un hombre. En el debate entre Lanzmann y Godard sobre si el cine está legitimado para representar como espectáculo visual el sufrimiento de las víctimas, la juvenil irresponsabilidad con que Gibson aborda el asunto habría hecho reír de felicidad al mismísimo Nietzsche.

En el colmo de la desvergüenza, hay quien ha escrito un pretendidamente sesudo artículo para demostrar la falsedad documental sobre la que se sostiene la película de Gibson, aduciendo para ello los célebres artículos que dedicó Marvin Harris a los mayas y los aztecas en Caníbales y reyes. Nada más lejos de la realidad. Quien haya leído realmente a Harris, o el capítulo que dedica a los mayas Jared Diamond en Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, comprobará que Gibson no se ha inventado nada fuera de los límites de las exigencias de la ficción y la verosimilitud: las guerras entre mayas, la decadencia de una cultura promovida por una crisis ecológica, la violencia de una religión tras la que se escondía una necesidad imperiosa de proteínas animales para las clases dominantes o las exigencias de un cambio climático que indujo unas condiciones atmosféricas extremas.

Citaba Marvin Harris en Caníbales y Reyes a fray Bernardino de Sahagún: "Después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza (…) se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide (…) Allí algunos ancianos (…) lo llevaban hasta el templo tribal, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo".

Paradójicamente, algunos destacados miembros de la comunidad maya han protestado contra la perspectiva de Gibson por su descripción de la violencia y su supuesta tergiversación de la cultura maya. Por ejemplo, Rigoberta Menchú; al tiempo que se vanagloria de no haber visto la película... Y es que Gibson es tachado de hombre de pocas luces y de lo que es, norteamericano. Sin embargo, en la película, en su calculada y artística ambigüedad, no hay sesgos manipuladores; puede y debe ser leída bajo el prisma cosmopolita del historiador y filósofo Durant, el autor de la cita con que se abre la película, que podría cerrarse con otra de la misma cosecha: "El futuro nunca sucede sin más; es creado".

La llegada de los españoles, que ha sido facilonamente interpretada como una celebración por parte de Gibson de la llegada de la "auténtica" civilización, es filmada con la neutralidad del notario que constata un hecho.

Todo ello se muestra en la película perfectamente integrado en la dinámica de unas persecuciones como no se veían desde las carreras del Coyote y el Correcaminos que dibujaba Chuck Jones, o la cacería que emprendió el Depredador de John McTiernan contra el comando liderado por Schwarzenegger. Tanto la cacería descrita en el preámbulo como la larga y espectacular que la cierra, en la que se enfrentan varios cazadores humanos y no humanos entre sí, le sirven a Gibson para poner de manifiesto esa combinación de fuerza e inteligencia, habilidad y astucia, idealismo y crueldad que han hecho de los humanos la especie depredadora por antonomasia (Carnivorous giganticus).

Gibson no puede evitar su origen estadounidense, es decir, el compromiso con una acción bien narrada que aplaste al espectador en la butaca. Pero también es católico atormentado, y, del mismo modo que a otros de su universo cultural (Ford, Capra, Hitchcock, Buñuel, o Scorsese), el sentimiento trágico de la vida que le embarga, combinado con un silencio de confesionario sobre ellos mismos, les hace expresarse de forma oblicua, enriqueciendo la acción cinematográfica con una densidad simbólica que conecta con el secreto que alumbra las grandes obras de arte: la revelación de aspectos significativos de la naturaleza humana.

Precisamente la relación entre la sabiduría cinematográfica de un atletismo mortal, rodada de forma clásica pero con la última tecnología, y una mirada al corazón de las tinieblas es lo que hace de Apocalypto una gran película.


Apocalypto (EEUU, 138 minutos). Director: Mel Gibson. Guión: Mel Gibson y Farhad Safinia.

Intérpretes: Rudy Youngblood, Dalia Hernández, Jonathan Brewer, Raoul Trujillo, Gerardo Taracena. Fotografía: Dean Semler. Música: James Horner. Productor: Mel Gibson y Bruce Davey. Duración: 138 min. Calificación: Brillante (8/10).
Pinche aquí para acceder al blog de SANTIAGO NAVAJAS.

Holocausto. Recuerdo y representación

La globalización del recuerdo del Holocausto constituye hoy en día un paradigma de memoria ejemplar. Al mismo tiempo, los debates y polémicas sobre la representabilidad de la Shoah no hacen sino valorizar la libertad de expresión. Por el contrario, defender la especificidad de Auschwitz para a continuación trazar paralelismos imaginarios y construir amalgamas identitarias revela todas las falacias y equívocos que subyacen al concepto de memoria histórica de los actuales gobernantes de España. Un perfecto ejemplo de "abuso de la memoria", del que este libro no está exento.

Tampoco está libre del temor que la revolución de la información y el desarrollo tecnológico despiertan en parte de la izquierda. Basta recordar las admoniciones contra la modernización contenidas en el Manifiesto comunista y puestas al día por la Escuela de Frankfurt, una de las principales referencias del autor en su teorización sobre los medios de comunicación, la producción cultural y las identidades colectivas.

A juicio de Baer, éstas se encuentran amenazadas por el caos creado por el "crecimiento desproporcionado de la información", algo que debe combatirse por la memoria. Argumento ahistórico –o antihistórico– y autoritario, pues pretender la fijación de una "cultura cívica global" es imposible sin un ejercicio previo de censura y canonización. ¿A quién corresponde dictar lo que debe o no ser recordado? ¿Debe haber interpretaciones proscritas?

Son cuestiones que el autor deja sin resolver, aunque celebra –de forma algo ingenua– que la construcción de la memoria haya dejado de ser monopolizada por el Estado. Sin embargo, algunos pensamos que ha ocurrido todo lo contrario, especialmente en nuestro país –por no mencionar la parte del mundo que ha vivido y sigue viviendo bajo regímenes totalitarios y teocráticos–, donde una versión oficial de la historia por decreto ha sido reemplazada en leyes ordinarias y estatutos de autonomía por otra igual de parcial y engañosa que criminaliza a quien la cuestiona. Si a esto le unimos el afán por recrear una España partida en dos identidades políticas puras e irreconciliables, una absolutamente buena y otra inherentemente perniciosa, estaríamos conformando justo el tipo de abuso de la memoria contra el que el libro alerta.

Sin embargo, ni las incoherencias teóricas ni la prescindible presentación de Reyes Mate, algunas de cuyas afirmaciones no dejan de resultar sorprendentes en un intelectual y maestro de su talla, restan valor pedagógico a esta obra como fuente de información y reflexión sobre el recuerdo del Holocausto. Ni el simplismo del filósofo a la hora de tratar la guerra civil española –el primer episodio de la lucha contra el fascismo– ni su apego a la historiografía soviética sobre la Segunda Guerra Mundial –conflicto saldado, según él, por los países aliados con la ayuda de los Estados Unidos– consiguen ensombrecer la brillante y esclarecedora investigación en torno a la representación de la Shoah contenida en Holocausto…

Este discurso chocante e inopinado resulta además útil a la hora de ilustrar el doble error de olvido y camino errado que Mate denuncia respecto a los españoles y la "cuestión judía", precisamente el que él elige para tratar otros episodios de la historia.

Volviendo a la memoria del Holocausto, tras su invisibilidad durante la posguerra, debida según Baer a la conversión de Alemania en aliado y a los erróneos paralelismos entre Hiter y Stalin –hipótesis débil, sobre todo si pensamos en el persistente silencio de la URSS–, se produce en los años 60 y 70 una singularización del genocidio judío. Eventos como el juicio contra Adolf Eichmann (1961), el proceso de Auschwitz (1963-65) y la posterior apropiación del Holocausto como elemento identitario de la comunidad judía americana, sobre todo a través de la obra del superviviente Eli Wiesel, convierten la Shoah en un fenómeno misterioso y por ende irrepresentable.

Este status cambia de forma radical a partir de 1978, fecha de emisión de la serie televisiva Holocausto e inicio del controvertido proceso de "americanización" y "globalización" de la Shoah. Comienza en esos años un debate en torno a los límites de la representación y la banalización de la Shoah en el que el relativismo posmoderno y el revisionismo histórico, que Baer considera un eufemismo de las tesis negacionistas –y en el que parece incluir al historiador Ernst Nolte, imputación harto exagerada–, han jugado un importante papel como creadores de confusión, por no mencionar las sempiternas críticas contra el capitalismo formuladas por los marxistas Marcuse y Adorno, quien incluso llegó a "descubrir" las conexiones estructurales entre la industria cultural y el antisemitismo.

Los capítulos más interesantes e instructivos son los dedicados al papel del cine, la fotografía y la museística en la representación del Holocausto. Así, se narra la polémica suscitada por la serie Holocausto (1978) y los largometrajes La lista de Schindler (1994) y La vida es bella (1998), y se da cuenta de las críticas que estas producciones recibieron desde la revista francesa Cahiers du Cinema, cuyos articulistas denunciaron la incorporación de elementos de la cultura americana y la ruptura de un supuesto canon de sobriedad establecido por Lanzmann en Shoah (1982), obra creada como respuesta a Holocausto. Este academicismo es sin embargo puesto en duda por Baer, para quien la existencia de una "dicotomía válida entre memoria trivial y seria" es cuanto menos cuestionable.

Por lo que respecta a la fotografía, su profusión como medio de reeducación de la población alemana por parte de los aliados en la posguerra no causó el efecto deseado, pues los alemanes no se vieron como responsables; además, los errores en la clasificación del material proporcionaron argumentos a los negacionistas. Más efectiva como instrumento pedagógico fue la exposición, en 1955, de las imágenes tomadas por los propios militares alemanes, que entre otras cosas derribó los mitos de la ignorancia del pueblo y de la pureza del ejército del Reich.

Por último, las transformaciones sufridas por algunos de los museos y salas dedicados al Holocausto reflejan el interés por favorecer un encuentro emocional y la inmersión en la historia; no obstante, se podría caer en el sentimentalismo, la estridencia y la trivialización.

A todas estas discusiones subyace el espinoso tema de la estetización del horror, algo común a las representaciones artísticas de casi todos los tiempos y a lo que el Holocausto no ha sido ajeno. Hasta qué punto es inútil sustraer la Shoah a esta modalidad creativa es una reflexión obligada, a la que Holocausto… exhorta y a la que aporta algunas claves fundamentales.

El libro se cierra con un interesante capítulo sobre España y la memoria del Holocausto, tema incómodo debido a las relaciones de Franco con Hitler y al desconocimiento del tema judío en nuestro país. Si a esto le sumamos la conversión de las víctimas en verdugos, discurso difundido en los últimos años por una parte nada marginal de la izquierda, incluidos importantes políticos del PSOE –fenómeno llamativo sobre el que el autor pasa de puntillas–, el paulatino cambio que Baer percibe, y cuya máxima expresión sería la declaración por parte del Gobierno socialista del Día Oficial de la Memoría del Holocausto –aquí sí parece relevante la mención de unas siglas partidistas–, se antoja excesivamente optimista.

Las últimas páginas están dedicadas al memorial de Rivesaltes, cruce de memorias entre los judíos y los republicanos españoles huidos del franquismo e internados en Francia y un modelo de referencia positivo que intenta soslayar los conflictos que generan las memorias grupales e identitarias. Esfuerzo sin duda loable y que por desgracia se echa en falta en algunos de nuestros intelectuales más importantes, que anteponen militancia a ilustración y propaganda a información, y que bien por descuido, ignorancia o fervor partidista no hacen sino echar leña al fuego de un debate artificioso y fútil debido, precisamente, al dirigismo estatal.

En este contexto, sustituir memoria por amalgama sólo introduce una nueva aporía en la de por sí enredada cuestión de la historia española reciente.


ANTONIO GOLMAR, politólogo y miembro del Instituto Juan de Mariana.
ALEJANDRO BAER: HOLOCAUSTO. RECUERDO Y REPRESENTACIÓN. Losada (Madrid), 2006, 267 páginas.

El precio de la libertad

La autobiografía de Ayaan Hirsi Ali: Mi vida, mi libertad, es un doble y trágico viaje, con final –relativamente– feliz. El primer viaje va de la edad de piedra hasta uno de los países más desarrollados del mundo, Holanda. El segundo consiste en el descubrimiento de lo que corre por debajo del paraíso tolerante y multicultural neerlandés. El final feliz, matizado con una punta de amargura, es el salto al otro lado del Atlántico, donde la protagonista podrá vivir con algo de libertad.

Como la historia es muy conocida, vale la pena centrarse en el asunto principal del libro, un asunto que presenta dos caras que Hirsi Ali conoce y retrata con elegancia, amenidad y una valentía fuera de serie. El asunto de fondo es la aspiración a la libertad de un individuo y su lucha por conseguirla. Las dos caras son el islamismo, por una parte, y el nihilismo cultural occidental, por el otro.

En cuanto al primero, Mi vida, mi libertad empieza en el mundo de la abuela de la autora, una mujer que vive, literalmente, en un mundo tribal, prehistórico. Conviene matizar, sin embargo: Hirsi Ali se cría en un ambiente donde se hablan dos idiomas, el somalí y el inglés, y en el que las personas podían haber tenido acceso a formas de vida distintas, más adelantadas, civilizadas y abiertas.

Toda la primera parte, que relata la peripecia de la protagonista y su familia en Somalia, Arabia Saudita y Etiopía, es un viaje al corazón del islamismo, que va tomando posiciones y arraigando incluso en el alma de la autora. Las páginas en que describe la primera vez que se pone el velo con la pretensión de llegar a ser una musulmana ejemplar son tan memorables, por lo que significan, como las del relato de la mutilación a la que fue sometida, como tantas otras musulmanas de la región.

La toma de conciencia y la huida de semejante esclavitud –no siempre vivida como tal, y eso es de los aspectos más fascinantes del libro– sitúa a la protagonista y al lector en Holanda, en apariencia el paraíso de la libertad y la tolerancia.

Hirsi Ali comete, una tras otra, todas las tonterías, casi inevitables en estos casos, como hacerse socialdemócrata. Hasta que se da cuenta de lo que está ocurriendo a su alrededor y empieza a tomar conciencia de que la tolerancia a la holandesa es, en realidad, una abdicación moral, y que la sociedad en la que cree haber encontrado la libertad practica, en nombre de esa misma tolerancia y esa misma libertad, una forma de fanatismo tan cerril como aquél del que ha venido huyendo.

Es éste el segundo gran asunto del libro, en el que el islamismo juega otra vez un papel protagonista, propiciado ahora por el nihilismo de una Europa que ha decidido no darse por enterada de una realidad que le incomoda y le llevaría, de tenerla en cuenta, a comprometerse y actuar.

Cuando una amiga, con la mejor intención del mundo, le avisa de lo "explosivo" que resulta lo que está diciendo en público sobre el islam, Hirsi Ali comenta:

¿Explosivo? ¿En un país en que la prostitución y las drogas blandas están legalizadas, donde se practica la eutanasia y el aborto, donde los hombres lloran en televisión y por la playa la gente se pasea desnuda y en el canal público de televisión se ríen del Papa? ¿Donde el famoso escritor Gerard Reve es conocido por haber fantaseado con hacer el amor con un mono, un animal que empleaba como metáfora de Dios?

Conocemos las consecuencias de la obcecación de Hirsi Ali en seguir los dictados de su conciencia y del sentido común, y de su negativa a dejarse amedrentar: el asesinato de su amigo y colaborador Theo van Gogh, las amenazas, las protestas del vecindario por las molestias causadas por los escoltas, incluso la decisión judicial según la cual, efectivamente, sus escoltas violaban los derechos humanos de los vecinos… Al final, no le quedaba más salida que acogerse a la protección que le brindaban en Estados Unidos.

Del libro destacan la amenidad y la claridad con que Hirsi Ali cuenta una historia clásica de emancipación. Hay que agradecérselo doblemente, porque la aparente sencillez disimula la sutileza con que expone un juego muy complejo, en el que se reflejan y se van reforzando las dos grandes formas contemporáneas del fanatismo: el nihilismo occidental y el islamismo.

La claridad, en este caso, es algo más que una virtud estética o intelectual. La elegancia del libro y de su autora consiste en relatar una historia propiamente atroz sin caer en el resentimiento, ni siquiera en el sarcasmo. Motivos no faltaban, al contrario, pero hay en esta contención, en esta distancia, el signo de una profunda seriedad. La de quien le ha tomado la medida al enemigo y ha decidido plantarle cara con todas las consecuencias. Un libro extraordinario.


AYAAN HIRSI ALI: MI VIDA, MI LIBERTAD. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores (Barcelona), 2006, 490 páginas.

Pinche aquí para acceder a la página web de JOSÉ MARÍA MARCO.

Lecturas contra el apagón

Si usted es ecologista, o uno de sus amigos, o sigue sus consignas, o simplemente le suenan bien los eslóganes de los supuestos defensores del medioambiente, es probable que haya caído en la tentación de apagar las luces de su casa durante cinco minutos para, tal como han propuesto las organizaciones verdes y alguna que otra ministra, "salvar el planeta". En ese caso, mi recomendación es que ahora se retrepe en la butaca y eche un vistazo a este libro: así se dará cuenta de la estupidez que acaba de cometer.


La energía está condenada a convertirse en uno de los temas de debate científico más calientes de la próxima década. Ríanse de las polémicas sobre el agua, las células madre o el cambio climático. Donde la civilización que tanto ha costado a nuestros abuelos levantar se la juega es en las decisiones que las generaciones futuras tomen sobre el modelo energético que regirá sus economías. Y se antoja ridículo que, ante tamaño debate, las posturas se terminen saldando con un apoyo ministerial al juego de las luces apagadas, que, como siempre, demoniza a los grandes productores de electricidad y santifica a los buenos ecologistas, que nos protegen de la industria, la globalización, el capital y la contaminación… ¡aunque a veces nos hacen pasar un frío de narices!

222 cuestiones sobre energía servirá para que el lector, al menos, se plantee el reto de saber más acerca de la milenaria búsqueda del hombre de una fuente de luz y calor. Para entender realmente cómo funciona un sistema energético hay que conocer algunas claves de la física, de la química, de la economía, de la ingeniería y de la medicina. Digo "para entender" y quiero decir "para aprender rigurosa, objetiva y científicamente", sin prejuicios, sin manipulaciones ideológicas y sin errores comunes.

Es necesario aprender que no existe escasez de energía en el planeta. Es cierto que algunos modelos energéticos están en franca crisis, y a otros se les augura un futuro difícil. Es cierto que los combustibles fósiles son un recurso finito y que, desde el punto de vista económico, los recursos energéticos son bienes escasos. Pero no lo es menos que la única solución reside, precisamente, en el aumento de la inversión en la investigación y el desarrollo de nuevas energías y en la potenciación de las que han probado su eficacia, como la nuclear.

Contra la escasez, en lugar de ahogar el consumo con medidas políticas y ecológicas que sólo penalizan al usuario final, se requiere invertir valientemente en el desarrollo de los modelos y empresas que tienen la llave de la extracción y gestión de los recursos.

Es necesario aprender que existe una relación directa entre el aumento del consumo de energía y el bienestar de las naciones. Que, por ende, también existe una relación directa entre la prosperidad energética y el aumento de los recursos dedicados a la protección del medioambiente. Que sólo los pueblos que tienen garantizados el agua caliente, la calefacción y el transporte pueden dedicarse a cuidar su entorno, su fauna salvaje, su flora y su aire.

Es necesario saber que no existe una alternativa mejor para combatir los efectos contaminantes de la energía de combustibles fósiles que las centrales nucleares, y que éstas, gestionadas con sabiduría, viajan hacia un futuro más seguro, fiable y eficaz. Es necesario saber que el problema de los residuos se resuelve con más facilidad si se mejora la eficacia energética de las centrales productoras que si se las condena a una lenta muerte por inanición. Es necesario saber cómo se mide, define y gestiona el riesgo de cualquier actividad humana, y compararlo con los riesgos de la generación de energía, para poder juzgar en qué entorno de daños nos movemos…

Hay que atreverse a saber, sí. Y este libro puede ser un buen punto de partida. El sapere aude nos viene hoy que ni pintado. En el día del apagón, si me permite usted el modesto consejo, encienda una luz y lea un libro como éste.

VVAA: 222 CUESTIONES SOBRE ENERGÍA. Foro Nuclear (2007), 280 páginas. Pinche aquí para descargárselo gratuitamente.