lunes, 20 de agosto de 2007

Ingmar Bergman. La muerte ganó la partida

Antonius Block tuvo más fortuna. Supo llegar al jaque mate de la Muerte con la paz de haber encontrado un cierto sentido a su vida. Su creador, Ingmar Bergman, se ha ido con su angustia sin resolver.

Con él se ha ido uno de los últimos existencialistas modernos. Después de él sólo queda postmodernidad light. Ha muerto uno de los últimos mohicanos del cine más sólido europeo del siglo XX. Quedan Rohmer, Olmi y Oliveira. Bergman llenó las salas de los cines y de los teatros de espectadores llenos de preguntas sobre el sentido de la vida, de la muerte, del dolor y de la existencia de Dios. Bergman luchó con su tradición luterana hasta hacerla trizas, transformando su pregunta religiosa en un grito sordo lanzado a la nada.
Con él desparece lo que una generación entera de cinéfilos llamó “cine de tesis”, desaparece el que supo llevar a sus actores a las más altas cotas de la interpretación, el que situó al primer plano en la cumbre de los recursos expresivos.

A lo largo de los años Bergman fue evolucionando, desde la búsqueda incansable de un alma metafísica hasta un ronco escepticismo desencantado. Sus grandes cuestiones filosóficas de sus primeros títulos dejaron paso a una obsesiva y asfixiante disección sin horizonte de las relaciones sentimentales. Una conciencia de culpa cerrada sobre sí misma se cierne sobre los personajes de sus últimas películas, incluso en las que sólo figura como guionista.

Con su gran interrogante sin responder

Su gran testamento fue Fanny y Alexander, aunque no su
última película. En aquella obra maestra, Bergman convocó a sus grandes temas para un último y sonado levantamiento de telón. La dirección artística más deslumbrante de toda su carrera arropó un repertorio de altura en el que se dieron cita cuestiones biográficas, dudas metafísicas, ajustes de cuentas y heridas sin curar. Todo ello para concluir con las siguientes palabras en boca de uno de los personajes: “Nosotros no hemos venido al mundo para desvelar sus misterios, no estamos equipados para semejantes menesteres y es mejor que ignoremos los grandes interrogantes, porque vivimos en nuestro pequeño mundo. Nos contentamos con eso. [...] Pero para ello es necesario saber hallar el placer en este nuestro pequeño mundo: buena comida, amables sonrisas, árboles frutales en flor, melodiosos valses...”

De esta manera, Bergman se apeaba de su lucha con el misterio de Dios que tanto nos conmovió en El séptimo sello o Los comulgantes, y se declaraba vencido por el materialismo más romo. Aun así, Bergman es ya un monumento de la autoconciencia del hombre occidental del siglo XX. En él se conjugaron todas las contradicciones del europeo moderno, escindido entre una tradición religiosa en retirada y un nihilismo vencedor y disolvente. Ahora ya sabe lo que la Muerte le escamoteó en ese confesionario de El séptimo sello. Ahora ya no ve Como en un espejo. Ahora ya no necesita jugar al ajedrez para distraer a la muerte. Ya está en la Isla de Faro que nunca perecerá.

Juan Orellana
ACEPRENSA

Harrry Potter and the Deathly Hallows

Como era de suponer, en este libro todo está orientado a ir respondiendo a las preguntas que habían quedado en el aire. Poco a poco, se van recomponiendo los sucesos del pasado y se aclaran los misterios: el origen de la particular unión mental de Harry con Voldemort, el papel que juega Snape, las razones y los pasos en falso de Dumbledore... No hay elementos o personajes nuevos que sean dominantes y, como en las demás novelas, la autora usa la misma estrategia narrativa de dosificar la información cuidadosamente.

Esta vez las novedades se han de buscar en las situaciones, como la boda entre Bill Weasley y Fleur Delacourt, en algunos encantamientos, como la sensacional capacidad del pequeño bolso de Hermione gracias al “Undetectable Extension Charm”, en la fuerte personalidad de algunos secundarios como Griphook, un goblin con un carácter resentido y malhumorado como el de los enanos de Tolkien.

Como corresponde a un argumento de persecución, hay menos lugar para la broma y más situaciones de tensión: escenas de acción con salvaciones en el último momento; momentos de lucha interior de Harry en torno a qué debe hacer y qué no; peleas dialécticas con intercambio de reproches y arrepentimientos posteriores.

Queda de relieve el talento de Rowling para construir una trama intrincada que no se le va de las manos –se ve que sabía bien lo que hacía desde los comienzos–, y que resulta convincente para el lector interesado –todo tiene lógica interna e incluso son aceptables las opciones por caminos más cómodos–.

Todo se va aclarando con admirable coherencia

En cuanto a los contenidos, a lo largo del relato se subrayan algunas ideas ya conocidas. En lo que tiene de novela de pandilla, la importancia de una amistad leal, de combatir los celos y las rivalidades egoístas, de comprender a los demás y saber rectificar. En lo que tiene de novela colegial, sobre todo se destaca que los chicos piden a sus educadores que sean coherentes y que les cuenten la verdad: buena parte de los conflictos interiores de Harry se centran en esto. En lo que tiene de novela de aventuras, se carga el acento en la responsabilidad del héroe y en que la inconsciencia propia de la edad no es un argumento para justificar algunas elecciones morales: a Harry le molesta que se intente justificar a un adulto que se comportó mal cuando era joven... como él lo es ahora.

En torno a la muerte

De todos modos, el tema central de esta historia es la muerte, como ya el título sugiere, y el poder salvador del amor. Cuando, en la tumba de sus padres, Harry lee la inscripción “El último enemigo que será destruido es la muerte”, manifiesta su sorpresa y Hermione le aclara que eso no significa derrotar la muerte tal como lo entienden los Death Eaters; «eso significa... vivir más allá de la muerte, vivir después de la muerte».

Más tarde, a Harry le queda claro que se ha de aceptar la muerte y que “hay cosas en el mundo que son mucho peores que morir”. Y, más adelante, recibe otro consejo en esa dirección: “No tengas compasión de los muertos, Harry, ten compasión de los vivos y, sobre todo, de los que viven sin amor”.

Se puede apuntar también que, como muchos leerán esta novela con lupa, seguramente adquirirá relevancia la discusión acerca de la figura de Dumbledore. Se cuentan con detalle sus errores de juventud y sus coqueteos con el deseo de poder, un eco del tema central de El señor de los anillos, y se revelan los aspectos de su conducta que no quedaron claros en anteriores relatos. Sin embargo, habrá quienes piensen que sus tácticas son más que discutibles, tanto en sus planteamientos educativos como en sus decisiones de combate contra sus enemigos. Por eso quizá convenga terminar recordando, una vez más, que nos encontramos ante una novela de aventuras y no ante un tratado educativo.tumba de sus padres, Harry lee la inscripción “El último enemigo que será destruido es la muerte”, manifiesta su sorpresa y Hermione le aclara que eso no significa derrotar la muerte tal como lo entienden los Death Eaters; «eso significa... vivir más allá de la muerte, vivir después de la muerte».

Más tarde, a Harry le queda claro que se ha de aceptar la muerte y que “hay cosas en el mundo que son mucho peores que morir”. Y, más adelante, recibe otro consejo en esa dirección: “No tengas compasión de los muertos, Harry, ten compasión de los vivos y, sobre todo, de los que viven sin amor”.

Se puede apuntar también que, como muchos leerán esta novela con lupa, seguramente adquirirá relevancia la discusión acerca de la figura de Dumbledore. Se cuentan con detalle sus errores de juventud y sus coqueteos con el deseo de poder, un eco del tema central de El señor de los anillos, y se revelan los aspectos de su conducta que no quedaron claros en anteriores relatos. Sin embargo, habrá quienes piensen que sus tácticas son más que discutibles, tanto en sus planteamientos educativos como en sus decisiones de combate contra sus enemigos. Por eso quizá convenga terminar recordando, una vez más, que nos encontramos ante una novela de aventuras y no ante un tratado educativo.

Luis Daniel González
ACEPRENSA