lunes, 19 de mayo de 2008

Entrevista a la monja pintora Isabel Guerra


Por Elena Pita

“Yo era una niña rebelde que rechazaba a los maestros. Quería hacerme mi propia escuela. Y no estoy arrepentida”

Isabel Guerra es la monja pintora que, desde su clausura en el monasterio cisterciense de Santa Lucía, Zaragoza, llega cada dos o tres años a Madrid para exponer sus cuadros: llenazo asegurado, venta total. Sus vocaciones han corrido paralelas desde la adolescencia: fue una niña rebelde que quiso pintar y amar a Dios, autodidacta. No crean que la vida monástica le ha apartado de las preocupaciones terrenas: convencida de que este mundo no puede gustarle a nadie, su obra contiene un mensaje de esperanza: la belleza es posible, no todo está perdido.


Último día antes de ingresar en el monasterio. Isabel con su padre 1970.
Fotografía de Chema Conesa


Vísperas de El Pilar. En el monasterio de Santa Lucía (Zaragoza), todo está preparado para festejar la patrona. Huele a coliflor cocida. Tocamos un timbre, pero el portón está entornado y entramos sin esperar. “¿Vienen a ver a Isabel Guerra?”. La voz suena en el hall sin presencia alguna. Nos miramos: ¿eh? “Sí, ustedes, ¿vienen a ver a Isabel Guerra?”. Nos habla una persiana de madera clara, sin rostro ni luz. Y nosotros, sí, sí. “Pues crucen el refectorio, llegarán a un vestíbulo con tres puertas, abran la de la izquierda, entrarán en otro vestibulillo; sigan y, al fondo, encontrarán el comedor: allí les espero”. La voz. Isabel Guerra es una monja de aspecto convencional, de siempre, menuda e ingrávida sobre sus botas tobilleras, edad indescifrable (Madrid, 1947) y tez translúcida apenas moteada de alguna rojez sin disimulo. Hubo un tiempo que para pintar viajaba, haciendo uso de una bula papal, pero ya no: prefiere el silencio del convento, donde pinta a sus muchachas, cándidas y bellas, imágenes hiperrealistas, como fotos, sobre fondos abstractos o figurados, como papeles pintados.

P.La Historia del Arte cuenta con no pocos religiosos artistas, pero hoy, ¿ya sólo queda usted?

R.Bueno, no sé, no me atrevería a decir tanto: única mujer consagrada dedicada a las artes... Quizá sí sea la única con una vida tan intensa en cuanto a exposiciones.

P. O sea, éxito. ¿Le sorprende que nos sorprendamos tanto de su condición?

R. Hay aún quien se sorprende, sí, pero es anecdótico: llevo tantos años en las galerías madrileñas... Al verdadero aficionado al arte le da lo mismo mi condición personal.

P. Sin embargo, en Sokoa, su actual galería, me han comentado que cuando empezó con ellos hace i8 años trataron de ocultar su condición religiosa. ¿Por qué?

R. Sí, así fue, pero de repente un día la gente te conoce personalmente, porque al público le gusta hablar con el pintor, y el pintor aprende de la reacción del público. Es algo que yo no trato de ocultar.

P. Sintió la vocación pictórica a los 12 años, ¿por qué no enfocó por ahí sus estudios?

R. Desde entonces no hice nada más que pintar, lo dejé todo: me dediqué a estudiar y vivir la pintura en toda su plenitud.

P. Pero sin títulos, ¿no tenía medios?

R. No, no, en absoluto. Mi familia era acomodada, disfruté de un ambiente muy agradable para desarrollar cualquier estudio. Tenía el privilegio de vivir en la esquina del Viaducto, entre el Palacio Real y San Francisco el Grande [Madrid], con los balcones mirando a la sierra. Todo empezó por cumpleaños, me regalaron una caja de óleos y sentí una emoción inexplicable: abrí el balcón, vi aquel paisaje, el mismo de los retratos de Velázquez, y sobre la tapa de una caja de puros copié del natural. Pero yo era una niña rebelde que rechazaba a los maestros: quería hacerme mi propia escuela y estudio. No sé si para bien o para mal, pero así fue y el resultado ahí está, que otros lo juzguen. No estoy arrepentida, no me ha ido mal.

P. ¿Cómo estudiaba?, ¿lo confió todo a su intuición?

R. Sola. Pensé que lo importante era aprender a ver, y que eso lo tenía en los grandes maestros y en los museos. Me pasaba larguísimas horas en el Prado, en cuanta exposición se convocaba, estudiando los libros de arte, que siempre han sido mi obsesión, que me comen el terreno y la vida. Pero lo más importante para crear tu propio mundo es trabajar incesantemente.

P. Y ahora que es usted académica de la Real de San Luis, ¿sigue pensando que a pintar no se enseña?

R. No me atrevería a decir que el mío sea el camino idóneo. El aprendizaje junto a un gran maestro puede ser muy válido para desarrollar después el propio estilo. Pero yo lo vi así, y no tuvo vuelta atrás.

P. Expuso por primera vez con i5 años. ¿Quién le organizaba las exposiciones?

R. Ciertas amistades de mis padres relacionadas con el mundo del arte.

P. ¿Le trataron como niña prodigio?

R. Tal vez sí, aunque hoy con 15 años ya no eres una niña, entonces sí lo eras. A mí me molestaba mucho lo de niña prodigio, no me hacía ninguna gracia; yo quería ser una pintora normal.

P. ¿De ahí quizá su rebeldía?

R. Pues pudiera ser.

P. ¿Y a qué edad sintió la llamada de Dios?, ¿se dice así?

R. Sí, se dice así [sonriente]. Pues a la misma, a los 12 años. Pero a esa edad no puedes encontrar el lugar donde desarrollar tu vocación. Tuve que esperar hasta los 23 para realizar esa llamada, hasta encontrar este monasterio.

P. ¿Cuál fue la primera reacción de su familia: pensaron que el convento truncaría su futuro como artista?

Terrible, sobre todo por parte de mi madre. Lógico, yo era hija única, y ellos vivían absolutamente centrados en mí. Habían estado i0 años de matrimonio deseando tener un hijo, sin conseguirlo: fui una niña muy deseada. La separación se les hacía terrible, pero fueron evolucionando en su manera de verlo y, al final de su vida, estaban absolutamente encantados: “Estamos felices, está donde mejor podía estar”, decían. Luego tuve la gran suerte de poder asistirles en sus enfermedades hasta la muerte.

P. ¿Y usted nunca temió que una vocación solapara a la otra?

R. Sí, al entrar en el monasterio, pensé que probablemente la pintura sufriera, incluso que tuviera que desaparecer de mi vida. Pero el mismo día que ingresé, mis superioras me dijeron que aquí podría seguir pintando exactamente igual: era una práctica que se adaptaba perfectamente al monasterio. San Benito, autor de la regla benedictina, que también profesamos los cistercienses, dedica un capítulo de su obra a los artistas del monasterio.

P. He leído que cuando ingresó en clausura su estilo era impresionista, que luego evolucionó hacia el expresionismo y que ahora se acerca más al realismo.

R. Sí, ahora mi pintura va siendo más empastada e incorporo elementos de
abstracción en los fondos, que hacen una especie de mestizaje con el realismo de la figura.

P. Y, desde una vida tan apartada, ¿qué influye en su pintura para hacerla evolucionar?

R. El monasterio es un lugar riquísmo para la inspiración. Nuestro modo de vida se orienta a la búsqueda de la belleza; para nosotras la estética no es solamente escenográfica, sino vital: buscamos la paz y laSokoa, galería de arte. Tel.: 91 575 72 39. Web: www.galeriasokoa.comserenidad, un clima de silencio y admiración hacia el creador.

P. Pero, ¿cuál es su ventana al mundo real?

R. Pues los medios de comunicación y las personas que se acercan al monasterio, que como cisterciense tiene una actividad de acogida a quienes quieren participar en nuestra vida de oración, contemplación, silencio y liturgia, y nos hacen partícipes de sus problemas: vienen en busca de una palabra y de que les escuchen. Se produce un intercambio, conocemos sus esperanzas y desesperanzas, sufrimientos y goces.

P. ¿Una acogida caritativa?

R. No, no, fraternal, de amistad. Pasan con nosotros unos días, rezan con nosotras, participan del silencio y respiran un clima totalmente distinto.

P. Isabel, ¿qué le transmite esa realidad que ve cuando sale al exterior?, ¿le gusta?

R. ¿Este mundo convulso y violento que vivimos? Yo creo que no puede gustarle a nadie. Intento luchar dando pistas de todo lo contrario: luz y esperanza. Hay otros que luchan con el testimonio, utilizando el arte como un espejo de la violencia. Yo intento transmitir una fórmula que evite que la violencia se apodere de nosotros.

P. ¿El arte no ha de servir para transmitir los sentimientos que lo real provoca en el artista?

R. Yo me baso en lo real, no invento mis imágenes, pero llamo la atención sobre la paz y la luz, que sí está entre nosotros. Por ejemplo, ahora mismo estamos aquí bien, a gusto, sin violencia: luego es un mundo posible, y eso es lo que intento demostrar: que no está todo perdido, que la situación no es irreversible, que no estamos en el camino a la distorsión absoluta de la Humanidad. No, es posible encontrar caminos de belleza. Esto es lo que intento decir, y hay quien lo recoge.

P. ¿Sería capaz de denunciar artísticamente la violencia, o no le interesa?

R. Es que lo que hago también puede ser una denuncia. Introducir una imagen de belleza y de paz es un choque tremendo. Me he enterado que grupos pacifistas en Estados Unidos emplean para sus manifestaciones imágenes de mis cuadros, como forma de protesta. ¿Sorprendente?

P. Pues sí. ¿Qué es lo que más le horroriza de nuestra estética feísta?

R. No lo sé, tengo una especie de sano escepticismo. Quizá lo que más pena me da es ese intento de hacer cultura de lo feo, cultivar lo distorsionado.

P. ¿Qué artista contemporáneo le gusta especialmente?

R. Todos, todos los buenos, depende de los momentos. Lo difícil es percibir la línea que separa lo superficial de lo verdadero.

P. ¿Miquel Barceló?

R. Lo que hace me parece muy bonito, pero no me gusta más que otro.

P. Madre, ¿el convento vive de sus cuadros?

R. No quiero hablar del asunto económico. Ora et labora, el monje es el que vive del trabajo de sus manos. Tan importante es la liturgia como el trabajo. En el monasterio se hacen encuadernaciones y restauración de libros y documentos.

P. El Gobierno revisará las ayudas a la Iglesia en pos de una diversificación hacia confesiones minoritarias, ¿le preocupa?

R. Espero que Zapatero sea tan inteligente y buen gobernante como para no hacer nada disparatado. Imagino que sus reformas llevarán a un buen puerto.

P. Ha pintado retratos de políticos como Luisa Fernanda Rudi, ¿a quién no retrataría por nada del mundo?

R. No sé, no estoy en contra de nadie. Es un género complicado: es difícil que un pintor no se autorretrate continuamente, y esto me parece grave. Además, para mí es ingrato, porque no te permite expresar demasiadas cosas. Sólo lo practico cuando tengo un compromiso muy ineludible. Como todos los pintores realistas, al principio tuve que dedicarme a ello para sobrevivir, pero a estas alturas, no lo necesito.

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Tocan a almuerzo en el convento y aquí seguimos enfrascados con sus catálogos, su caballete y espátula: su vocación; ante un cuadro por terminar, porque el resto de su obra está ya vendida, a razón de una media entre 1.800 y 9.000 euros. Isabel Guerra, una monja muy moderna, que se ha adaptado a la velocidad de estos tiempos telemáticos (“mis cuadros se cuelgan en Internet, no sé quién lo hace, ni por qué, pero la vida impone sus leyes”), con la misma agilidad que transita de su estudio al refectorio, trayéndonos sus bártulos, sus cosas: no piensa por ahora en la comida. Hablamos del dolor de sus vocaciones, “no me vea usted pintando”, le dice a Chema mientras él intenta atrapar en su foto idéntica luz a la de sus cuadros, colándose la luz por la celosía que nos impide divisar clausura. Isabel no es diletante: “Me duele tanto mi vocación de pintora como esta otra”, y en diciéndolo se palpa los hábitos, de negro y crema. ¿Y las modelos?, le pregunto: ¿cómo llegan hasta usted, madre?, ¿cómo vienen al convento? “Yo las elijo”, niñas cándidas y bellas, encendidas de su imaginación, en vestidos vaporosos, sandalias, paz y amor: “Y también elijo sus ropas, aunque a veces me gusta lo que traen puesto y así las pinto”. Quizá le recuerden el día ya lejano en que ella misma llegó hasta aquí, siguiendo a su amiga del alma, para quedar “enganchada” de por vida.

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